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El 21 de septiembre se celebra el día mundial del Alzheimer, fecha elegida por la Organización Mundial de la Salud y la Federación Internacional de Alzheimer. El propósito de esta conmemoración es dar a conocer la enfermedad y difundir información al respecto, solicitando el apoyo y la solidaridad de la población en general, de instituciones y de organismos oficiales.

jueves, 7 de octubre de 2010

AZ Negativo: Relato Día Mundial del Alzheimer





Escrito por: Sebastián Puig el 21 Sep 2010

No hay que temer a las sombras.


Solo indican que en un lugar cercano resplandece luz.
Ruth Renkel





Las formas los colores el color azul azul cielo azul verdemar azul con espuma acariciando el sedal azul y salitre qué sol qué luz destello me molesta la luz quítala de ahí hoy no pican y que frío hace papá me ha dejado solo frío en pleno junio me dan ganas de mear luego me escuece la entrepierna. Sólo el azul y el aire la brisa me gusta pero esto no es ninguna orilla es césped y no estoy pescando y tampoco es césped es moqueta no es parqué no sé todo es azul caldoso y voy a mearme encima seguro y esta luz que será esta luz azul ve a la luz a la luz a luz...
“¿Dónde estoy?”
Despierta en el azul intenso y redondo de unos ojos. No son ojos de gato, no son ojos de animal, tienen calidad humana. Se aferra a ese destello con un sentimiento indefinible.

- Y tú, ¿quién eres? –pregunta dentro de sí una voz pastosa, poco habituada a la palabra. El contorno de esos dos pozos azules va perfilándose en un rostro redondo y delicado que le observa con atención. “Esto es una nariz. Y esto es una boca. Es un bebé. Y lo que se acerca a su cara es una mano”. Pero esa mano no pertenece al niño. Tiene la piel reseca y moteada. Demasiado grande y huesuda. “Debe de ser mi mano”.

- Y tú, ¿quién eres? –repite la pregunta a la cara que ya es cuerpecito enfundado en un pijama estampado. Azul. También azul. Tiene piernas y brazos regordetes y unas manos ínfimas, apenas capullos sobre el sarmiento de las suyas.

- ¡Papá! ¿Qué haces? –grita ahora otra voz diferente a sus espaldas. Consigue calificarla con tres adjetivos: joven, aguda, nerviosa. El solo hecho de haberla podido describir le llena de una inexplicable euforia.

Nuevas manos se incorporan a escena y sujetan al niño: largas como las suyas, pero jóvenes y tersas, de piel blanca y uñas recién pintadas. Manos de mujer joven que ahora le encara e insiste en llamarle “papá”. Le mira raro, diría que algo asustada, incluso parece que llora, o ríe, no puede determinarlo, ¡todo es tan confuso! “Papá” tiene que ser él mismo, la joven mujer debe de ser entonces ¿su hija? Ambos permanecen en silencio unos segundos, ella con lágrimas en los ojos, él con una cierta nebulosa que empieza a aclararse en los suyos. Sí, hay en ese rostro un rubor familiar. Un mohín aquí, una peca allá, el fruncimiento de los labios, el rizo perenne cayendo sobre la mejilla, balanceándose como un columpio dorado... Sabe entonces sin saber que se trata de Aída, su niña querida, aunque la encuentra cambiada, más mayor y, desde luego, asustada.
- Hija ¿te ocurre algo? –pregunta, y ella lo abraza en silencio, mojándole el cuello con grandes lágrimas, verdaderas riadas nacidas de una tormenta violenta y repentina. El bebé llora en solidaridad con su madre, porque sin duda ella es su madre y, por lo tanto, ése es su nieto. “Mi nieto”, apenas murmura. Su nieto, su nieto, el manojo azul de berridos es su nieto, también sangre de su sangre. Hija, nieto, familia. Está en casa ¿dónde sino iba a estar? ¿Dónde, sino, podría aspirar ese aroma a madera perfumada de pulimento, a colonia fresca, a flores recién cortadas, flores del precioso jardín que aguarda sus cuidados expertos? Sus flores, su césped, su ropa y útiles de jardinero... siente la abrumadora urgencia de contemplarlos, ahora mismo, ni un segundo más. Revisa su vestuario y le parece ridículo. ¡En pijama y bata a estas horas! Porque ya es de buena mañana: el sol entra con fuerza por la ventana, calentando la habitación. También su corazón late caliente, bombeando con una emoción absurda. “¿A qué viene esto?, se pregunta. “Soy un viejo tonto”, concluye.
- Anda hija, atiende al niño, que tengo ganas de ir al baño.
Al bajarse el pantalón del pijama descubre avergonzado que lleva puesto un pañal enorme. Se lo arranca con estupor y rabia. No comprende. “Como mi nieto”, masculla mientras aparta con una patada aquella afrenta a su dignidad. El enfado le dura, sin embargo, apenas unos segundos, lo que tarda en orinar. El acto es deliberadamente largo. Con habilidad veterana, se fuerza a disminuir el caudal del chorro, a prolongar el placer de la micción urgente. Satisfecho al fin, siente la necesidad de ducharse. El agua termina por disolver cualquier rastro de mal humor. Agua tibia y deliciosa en su piel, agua de dedos tersos y cálidos que resbalan con delicadeza por su epidermis finísima, casi traslúcida, que acarician con respeto cada pliegue, cada arruga, cada hito de su maltrecha anatomía. “Estás hecho de hueso y pellejo”, reconoce, abandonándose a un agradable sopor. Al poco tiempo, empieza a percibir una tirantez inesperada. Una potente erección rompe el cuadro de su general flaccidez. No puede dar crédito a sus ojos. “Como un toro a estas alturas, viejo. Hoy desde luego, no es un día normal”, concluye. Quiere reírse, pero sus pulmones apenas le permiten dos soplidos apagados.
- Ja, ja –consigue articular en el mismo instante que la erección se desvanece. Ha sido corta pero intensa, una agradable sorpresa. Decide que es un buen momento para salir a dar un paseo. Sí, se pondrá bien elegante, la ocasión lo merece. Mientras se seca, contempla el orden inmaculado de su armario: la ropa interior, los trajes, las corbatas, todos le parecen nuevos. Verlos tan bien alineados y planchados le produce una sensación, extraña por inexplicable, de regreso al hogar. Acaricia las prendas con suavidad, casi con veneración, como si fueran un tesoro frágil, presto a desvanecerse. Ante el espejo, se recrea también en el acto de vestirse, concentrándose en la contemplación de la madura elegancia que progresivamente va sustituyendo la triste visión de su cuerpo ajado.
Una flor una flor a la que le crecen los pétalos en lugar de perderlos. Me quiero no me quiero mequiero nomequiero me quiero un pétalo y otro pétalo y la corola cada vez más frondosa y colorista. Esa flor la luciré hoy en ojal esa flor esa luz que hoy me alcanzó. Azul.


Un reflejo solar interrumpe sus cavilaciones. Sobresaltado, sale de la habitación. Aída habla, casi grita, por teléfono. Mantiene una conversación agitada e ininteligible. No para quieta, gesticula, se agacha. Mientras, el bebé chilla en su sillita, queriendo llamar la atención. Corre en auxilio de su nieto y lo coge en brazos, aunque le crujen todos los huesos. El cuerpecito se agita y berrea, casi no puede sostenerlo. Inútil pedir ayuda a su absorta hija.
- Venga, venga, no llores más, ya está aquí el abuelo –suplica, desesperado. Con las pocas fuerzas que le quedan le acuna, le besa, le hace pedorretas… y el niño se calla. Y el niño ríe y le abraza, inundándolo con su olor a Nenuco y papilla. Y el niño despierta en él viejos recuerdos y de pronto no es su nieto es su hija, su nenita, su Aída pequeña, y puede sentir a su espalda la sonrisa de Sonsoles, su esposa, los tres ahora entonces disfrutando de su primer piso propio, todavía con las cajas de la mudanza sin desembalar, su niña pidiendo entonces ahora teta, limpieza, arrullos, atención absoluta. Aída bebé llorando por sus urgencias orgánicas, también riendo con sus payasadas, hija y nieto residiendo en este espaciotiempo, en este escenario irreal de esta mañana irreal.
El niño, ya relajado, juguetea con su nariz. Ya no pesa tanto.
- Voy a darle un paseito –comenta, aunque Aída sigue completamente concentrada en su conversación telefónica-. Vamos al jardín.
Recorre con lentitud el pasillo, estremecido por una turbadora sensación de inminencia. Ya está en el recibidor. La puerta de entrada le parece enorme, casi amenazadora. Es un muro, una frontera, un precipicio...
Azul azul todo es azul…
Ojo firmamento esperanza niño inocencia recuerdo…



La puerta. Se abre. La brisa irrumpe en la casa dispersando toda confusión. Trae consigo la llamada de las flores. Y con ella, la luz. Detrás de la luz, de repente, el mundo entero. Y entonces sabe, ya sin miedo ni confusión, sin zozobra ni estupor, que ha regresado al punto de partida, a ese cielo del que un día, sin compasión, fue expulsado.

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